Por Edistio Cámere, director de Antesala.
Me gustaría tomar prestada una frase redonda que, en su momento, escribió el gran Chesterton: «los grandes ideales del pasado fracasaron no porque se haya sobrevivido a ellos, sino por no haber sido lo suficientemente vividos»; no solamente para iniciar la presente nota, sino como pie de entrada para reflexionar juntos en un punto en el que poco se repara. Me refiero precisamente a los ideales y buenas costumbres que se enseñan y aprenden los niños y adolescentes en la escuela y que, cuando adultos, eso aprendido tan solo tiñe pálidamente la sociedad. Durante el periodo escolar, que suele tener una duración de trece (13) años, un estudiante escucha razones y recibe indicaciones- acordes con los principios de su colegio- para vivir la puntualidad, el orden, decir la verdad, el no copiar, el respetar al otro y un gran etcétera. Esta afirmación la pueden suscribir muchísimos educadores tal y como el hecho de que la sociedad – cual planta carnívora – engulle esos valores, o los nuevos adultos pierden su libertad y la cultura aprendida ante lo atractivo de las solicitaciones o propuestas que ella les participa. Tres cosas previas antes de continuar. Primera, el hombre es un ser libre: puede decidir en contra de sí mismo y de la realidad que le circunda. Segunda, es impropio e injusto generalizar. La conducta no mata el principio, este la trasciende. Y, por último, aunque pueda sonar a cursi: la educación es tarea de todos. Un niño no recibe influencia “educativa” monocorde o de un solo referente; además de la familia y la escuela, otros agentes intervienen en su configuración como persona. En cambio, - en sentido estricto – la instrucción es materia propia de un colegio.
La frase de Chesterton interpela con respecto al grado en que los adultos estamos comprometidos con las tradiciones y valores que queremos que las nuevas generaciones – nuestros hijos – hagan suyas y luego las trasmitan generacionalmente. Si las tradiciones o valores se llevan como si se arrastraran pesadas cadenas, o no se viven con alegría e ilusión, ¿por qué los niños y jóvenes querrían vivirlos? Sin duda, el modo de portarlos los hace creíbles y dignos de seguimiento. El modelo de vida y comportamiento que ostentan los adultos comunica un estilo que – en cierto modo – se configura en huellas que guían y forjan una senda transitable. Así como la escuela no puede educar en solitario, tampoco un Estado puede hacerlo con propuestas miopes e ideologizadas.
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